sábado, 4 de octubre de 2014

EL DESTINO DE LA ATLANTIDA

PREFACIO

A Nicolás Roerich (1874-1947), pintor, explorador y filósofo, a quien debemos estos versos dedicados a una raza olvidada:
Nosotros no sabemos. Pero ellas, sí,
Las piedras lo saben,
y lo recuerdan.
Unas máquinas surcaban tos aires^
Un fuego liquido apareció,
y derramó su luz,
la chispa de la vida y de la muerte.
Masas de piedras surgieron
por la fuerza del espíritu.
Celaban las escrituras sus sabios secretos$
y ahora todo nos es revelado.

PREFACIO

Las páginas que siguen están escritas a lo largo de esa huidiza frontera que separa la ciencia de la fantasía. Heinrich Schliemann paseaba, con la Ilíada de Homero en la mano, cuando encontró la legendaria Troya. El profesor Hermann Oberth me confesó que la lectura de De la Tierra a la Luna, de Julio Verne, le indujo a convertir una novela en fórmulas de cohetes. La ficción de hoy será la realidad de mañana.
Esta obra se propone atraer la atención de los medios científicos y del gran público sobre uno de los grandes misterios de este mundo. ¿Dejó la Atlántida depósitos de oro y otros tesoros enterrados bajo las Pirámides y la Esfinge, como pretende una antigua tradición?
Con motivo de la Exposición Internacional de 1964, se enterró en Nueva York una cápsula conteniendo 44 objetos, testigos de nuestra época. Nuestros predecesores históricos pudieron haber actuado del mismo modo, legando a las edades futuras objetos y manuscritos de inapreciable valor.
En 1967, la República Árabe Unida y los Estados Unidos acometieron conjuntamente él «Proyecto de las Pirámides», cuyo objeto es someter estos edificios a las radiaciones cósmicas, a fin de determinar la existencia y la situación exacta de criptas secretas. Las exploraciones en profundidad realizadas en Gizeh podrían culminar en un gran descubrimiento arqueológico.
En nuestra época, en que la ciencia realiza progresos sin parangón en el pasado, parece llegado el momento de explorar ciertos terrenos desconocidos a fin de anticipar y estimular nuevos descubrimientos.
En sus investigaciones, el autor no ha dejado de inspirarse en el precepto de Galüeo: «Libremente interrogar y libremente responder.»

EL DESTINO DE LA ATLANTIDA

EL MAR Y EL VOLCÁN DESATAN SU FUROR CONTRA LA TIERRA

«En un instante, el cielo se volvió completamente negro, y, al instante siguiente, lo vi convertido en un ascua de fuego. La oscuridad y su rápida transformación sobrepasaban todo lo imaginable; si insistiera sobre ello, no se me creería.» Así escribía un testigo de la erupción del Krakatoa en 1833 (1)
 La isla de Krakatoa, situada entre Sumatra y Java, fue literalmente levantada, provocando un desgarro del suelo submarino. Una ola de más de treinta metros de altura proyectó grandes buques y pequeñas embarcaciones sobre las costas ribereñas. El fragor de la erupción se oyó hasta en Australia, y la atmósfera sufrió perturbaciones en toda la extensión del globo terrestre.
«La caída cegadora de piedras y arena, la intensa oscuridad, sólo interrumpida por el incesante fulgor de los relámpagos, el constante y sordo rugido del volcán, producían en nosotros una impresión aterradora», cuenta este marino, que asistía al desastre.
Una noche de febrero de 1966, me encontraba yo a bordo de un paquebote que atravesaba el estrecho de la Sonda; el extraño resplandor del Krakatoa proyectaba rojos fulgores sobre el mar y las nubes. En aquel momento me acordé del furor del fuego volcánico y de la marea ascendente del cataclismo del Krakatoa. Pero, con el tiempo, se va esfumado el recuerdo de esta perturbación geológica; sólo los relatos populares evocarán un incidente dramático que se produjo en un pasado lejano. Tal vez sea exactamente esto lo que ha ocurrido con la legendaria Atlántida.
¿Representan en verdad los continentes una morada permanente para las naciones actuales? ¿No abandonarán jamás su lecho los océanos? A esta pregunta sólo podría darse una respuesta negativa, con el apoyo de una larga lista de documentos.
Aunque la Historia, tal como la conocemos, sea demasiado corta para que se pueda hablar de ella en términos de épocas geológicas, nos ha transmitido, no obstante, el recuerdo de importantes cambios geográficos operados en el pasado.
La ciudad etrusca de Spina, mencionada por Plinio él Viejo y por Estrabón como un importante centro del comercio y la civilización, se halla en la actualidad completamente sumergida bajo las olas del Adriático. Dioscurias, la ciudad cercana a Sukumi, que fue visitada por los legendarios argonautas en su travesía del mar Negro, yace hoy bajo las aguas. Fanagorias, importante puerto del mar Negro en la época helénica, está sumergido en el golfo de Tamán.
No se trata solamente de ciudades, sino también de inmensas extensiones de terrenos que desaparecen constantemente en las profundidades de los océanos, y los movimientos tectónicos prosiguen sin cesar en toda la superficie de la Tierra. Si tomamos en consideración estos hechos, la desaparición de la Atlántida bajo las aguas debería parecemos perfectamente verídica.
La tierra se hunde en el mar y emerge de él en un tiempo relativamente muy breve. La simple enumeración de estos cambios geológicos y geográficos que se han producido por doquier en el Globo pone de manifiesto fenómenos sorprendentes. El templo de Júpiter-Serapis fue construido en la bahía de Nápoles el año 105 a. de JC. Tras haber ido hundiéndose gradualmente en el Mediterráneo, emergió de nuevo, en 1742, de las profundidades del mar. En la actualidad, se está hundiendo otra vez.
La fortaleza de Caravan-Sarai fue construida en 1135 en un islote del mar Caspio. En el transcurso de las generaciones, desapareció lentamente bajo las aguas. Las referencias a este fortín que figuran en las antiguas crónicas fueron consideradas, en definitiva, como pura fábula.
Pero, en 1723, el islote se elevó por encima del nivel del mar y es perfectamente visible en la actualidad.
En Jamaica, Port-Royal, que durante mucho tiempo sirvió de albergue a los piratas, fue intensamente estremecido en 1692 por un temblor de tierra, quedando parcialmente cubierto por las aguas-Durante el terremoto de Lisboa de 1755, la altura de las olas alcanzó los diez metros. La mayor parte de la ciudad quedó destruida; sesenta mil de sus habitantes perecieron.
La isla de Faucon o de Jacques-dans-Ia-Boite fue descubierta en el Pacífico meridional por Morell, un explorador español. En 1892, el Gobierno de Tonga hizo plantar en ella dos mil cocoteros, pero dos años más tarde la isla entera desapareció en el océano. En la actualidad, comienza a elevarse de nuevo.
Un violento terremoto sacudió en 1819 el delta del Indo (Sind). Un vasto territorio quedó inundado, y sólo los edificios más altos se mantuvieron por encima de las aguas.
Entre 1822 y 1853, tras importantes movimientos sísmicos, la costa de Chile se elevó nueve metros.
En la segunda mitad del siglo xrx, la isla Tuanaki, en el archipiélago de las Cook, se sumergió con sus trece mil habitantes, en el océano Pacífico. Varios pescadores habían salido de la isla por la mañana a bordo de sus embarcaciones; cuando regresaron, al atardecer, la isla había desaparecido.
En 1957, se vio surgir una isla humeante de las profundidades del Atlántico, no lejos de las Azores. En este mismo archipiélago de las Azores, un terremoto asoló, siete años más tarde, la isla de San Jorge; la catástrofe adquirió tales proporciones que quince mil habitantes se vieron obligados a abandonar la isla.
El volcán de Tristán da Cunha, considerado como extinguido, hizo erupción en 1961 en el Atlántico meridional, lo que dio lugar a la evacuación a Inglaterra de toda su población.
Y no son solamente islas o costas lo que se hunde o emerge, sino continentes enteros. Así, Francia se hunde treinta centímetros cada siglo. El terreno existente entre el Ganges y el Hima-laya asciende 18 milímetros al año; se supone que, desde la época de Cristóbal Colón, los Andes, en América del Sur, se han elevado un centenar de metros. El fondo del océano Pacífico asciende hacia la superficie en la región de las islas Aleutianas. Según el padre Lynch, de la Universidad de Fordham, en Nueva York, un nuevo continente se halla próximo a surgir en la superficie del océano Atlántico. ¿No sería esto la reaparición de la legendaria Atlántida?
La importancia de los cambios geológicos operados en las profundidades de los océanos fue puesta de manifiesto por los técnicos de la Western Telegraph embarcados en 1923 a la búsqueda de un cable en las aguas del Atlántico. Descubrieron que el cable, en sólo veinticinco años, había sido proyectado, por el ascenso del fondo oceánico, a una altura de 3.620 metros.
Si se lograra desecar el océano Atlántico, podría verse en el fondo una larga cadena de montañas, desde Islandia al Antartico. Al sur de las Azores se encuentra una protuberancia denominada Atlántida: representa los despojos mortales de la Atlántida legendaria.
El profesor Ewing, de la Universidad de Columbia, procedió en 1949 a la exploración de la cordillera que se eleva en medio del Atlántico. A una profundidad entre los 3.000 y los 5.500 metros, descubrió arena costera prehistórica. Se encontró ante un gran enigma, pues la arena, producto de la erosión, no existe en el fondo del mar.
La única conclusión que podía extraerse de este descubrimiento era la siguiente: el terreno se había hundido en el fondo del Atlántico, a menos que las aguas del océano se hubieran encontrado, en una época ya finalizada, a un nivel inferior. Si se aceptase esta última hipótesis, cabría preguntarse qué había sido de toda el agua suplementaria.
Numerosos valles submarinos del Atlántico no son sino continuaciones de ríos existentes: quiere esto decir que, en ciertos lugares, el actual fondo del mar era en otro tiempo tierra firme.
En 1898, un barco cablero francés tropezó, a una profundidad de 3.160 metros, con un trozo de lava vitrea, taquilita, que solamente se forma por encima del nivel del mar. Sería necesario, por tanto, concluir que en este lugar se produjo una erupción volcánica, en una época en que en lugar del océano se encontraba allí tierra firme.
Los Andes debieron de elevarse súbitamente en una época relativamente reciente en la que ya se podía navegar sobre los mares; si se rechaza esta hipótesis, resulta totalmente inexplicable la existencia de un puerto marítimo en el lago Titicaca, a una altitud de 3.800 metros y a 322 kilómetros de distancia del Pacífico. Las argollas destinadas a sujetar las cuerdas al muelle eran tan grandes que sólo habrían podido utilizarlas los navios que cruzaban los océanos. En este extraño puerto de los Andes se encuentran todavía rastros de conchas y de algas marinas. Se ven en él numerosas playas sobrealzadas, y el agua de la parte meridional del lago es, en la actualidad, todavía salada.
No menos misterioso es el puerto megalítico de Ponapé, en las Carolinas. Nan-Matal es una verdadera Venecia, surgida en medio del Océano. Los indígenas no pretenden que sus antepasados hubieran podido construir este puerto. Pero hablan de los reyes-soles que reinaban en la isla y despachaban navios a lejanos países. ¿Qué era ese Nan-Matal? Quizá una vasta isla, cuya mayor parte fue engullida por las aguas en la época en que surgió el puerto del lago Titicaca,
Los indios quechuas afirman que los cereales comenzaron a cultivarse en las proximidades del lago Titicaca; pero en nuestros días el maíz no crece ya a esa elevada altitud. Todo esto nos permite suponer que, en su tiempo, la costa occidental de América del Sur tenía un nivel más elevado. El hundimiento de la Atlántida podría haber provocado la elevación de los Andes.
El explorador mexicano José García Payón ha encontrado en la cordillera dos cabanas recubiertas de una espesa capa de hielo. Restos de conchas indicaban la presencia, en aquel lugar, de una playa marítima en la que se construyeron esas viviendas. En la actualidad, su emplazamiento se halla a 6.300 metros encima del nivel del mar.

NEITH DE SAIS NOS HABLA

Si volvemos la mirada hacia la literatura, la mitología y el folklore de la Antigüedad, la Atlántida se nos aparece al punto como una posibilidad histórica.
Timeo y Cridas, de Platón, contienen una crónica de la Atlántida. Se la atribuye a Solón, legislador de la antigua Hélade, que viajó a Egipto hacia el 560 a. de JC.
La asamblea de los sacerdotes de la diosa Neith de Sais, protectora de las ciencias, reveló a Solón que sus archivos se remontaban a millares de años y que se hablaba en ellos de un continente situado más allá de las Columnas de Hércules y engullido por las aguas hacia el 9560 a. de JC.
Platón no comete el error de confundir la Atlántida con América; dice claramente que existía otro continente al oeste de la Atlántida. Habla de un océano que se extiende más allá del estrecho de Gibraltar y dice que el Mediterráneo «no es más que un puerto». En este océano —el Atlántico—, sitúa una isla-continente más extensa que libia y Asia Menor reunidas.
Cuenta que en el centro del Atlántico existía una fértil llanura protegida de los vientos septentrionales por altas montañas. El clima era subtropical, y sus habitantes podían recoger dos cosechas al año. El país era rico en minerales, metales y productos agrícolas.
En la Atlántida, florecían la industria, los oficios y las ciencias. El país se enorgullecía de sus numerosos puertos, canales y astilleros. Al mencionar sus relaciones comerciales con el mundo exterior. Platón sugiere el empleo de barcos capaces de atravesar el Océano.
Los habitantes de la Atlántida construían sus edificios con piedras rojas, blancas y negras. El templo de Cleito y de Poseidón estaba decorado con ornamentos de oro; los muros eran de plata; una muralla de oro lo rodeaba. Allí es donde los diez reyes de la Atlántida celebraron sus reuniones.
Según los datos de Platón, 1.210.000 hombres estaban alistados en el ejército y en la marina. Partiendo de esta cifra, había que admitir que la población entera se elevaba a un buen número de millones. Durante el último período de la historia de la Atlántida de que habla Platón, la nación se hallaba gobernada por los descendientes reales de Poseidón. Poco antes de su desaparición, el Imperio atlante se lanzó por los caminos del imperialismo, con la intención de extender sus colonias al Mediterráneo.
A juzgar por el relato de Platón, parecería, no obstante, que en una época anterior los atlantes se mostraban sabios y afables. Según él, «despreciaban todo, a excepción de la virtud». No daban gran importancia a «la posesión del oro y de otras propiedades, que les parecían una carga; no estaban intoxicados por el lujo, y la riqueza no les hacía perder el sentido». Los hombres de la Atlántida ponían la camaradería y la amistad por encima de los bienes terrestres. Teniendo en cuenta este desprecio a la propiedad privada y esta sociabilidad, ¿es lícito suponer que los atlantes aplicaban ya, en aquellos extinguidos tiempos, un sistema de socialismo? Si es así, ello explicaría la existencia de una economía sin dinero en el país de los incas, puesto que, según todos los indicios, el Perú era una porción del Estado atlante.
Según las Geórgicas, de Virgilio, y las Elegías, de Tíbulo, la tierra era en la Antigüedad propiedad común. El recuerdo de una democracia que habría existido antaño en la antigua Grecia y en la antigua Roma se perpetuó en las fiestas de las saturnales, en las que amos y esclavos bebían y danzaban juntos durante un día entero. En su Engidu, de cinco mil años de antigüedad, y en su poema de Uttu, los sumerios se lamentan de la desaparición de una estructura social en la que «no había mentira, ni enfermedad, ni vejez».
Platón evoca la decadencia moral de los atlantes, que se produjo cuando ganaron terreno la avaricia y el egoísmo. Fue entonces cuando Zeus, «viendo que una raza memorable había caído en un triste estado» y que «se alzaba contra toda Europa y Asia», resolvió infligirle un castigo terrible. Según el filósofo griego, «los hombres animados de un espíritu guerrero se hundieron en la tierra, y la isla de la Atlántida desapareció del mismo modo, engullida por las aguas».
Previendo la actitud escéptica de sus futuros lectores, Platón afirma que su historia «aun pareciendo extraña, es perfectamente verídica». En nuestros días, su relato se ve cada vez más firmemente confirmado por los datos de la Ciencia.
La exploración del lecho del Atlántico nos revela la existencia de una cresta que se extiende de Norte a Sur en medio del Océano. Las Azores podrían ser los picos de esas montañas sumergidas que, según el relato de Platón, protegían la llanura central de los vientos fríos del Norte. Cuando Critias nos habla de las casas atlantes construidas con piedras negras, blancas y rojas, su indicación está confirmada por el descubrimiento de terrenos calcáreos blancos y rocas volcánicas negras y rojas en las Azores, últimos restos de la Atlántida.

LA ATLÁNTIDA Y LA CIENCIA

Las nociones adquiridas por la ciencia actual nos confirman la posibilidad de una existencia anterior, en medio del Atlántico, de un centro de elevada civilización. V. A. Obruchev, miembro de la Academia de Ciencias de la URSS, sustenta desde hace tiempo la opinión de que la Atlántida «no era ni imposible ni aceptable desde el punto de vista de la geología (2)». De hecho, ha tenido el valor de afirmar, además, que la práctica de sondeos en la zona septentrional del océano Atlántico «podría revelar, bajo las aguas, ruinas de edificios y otros restos de una antigua civilización (3)».
El profesor N. Lednev, físico y matemático moscovita, ha llegado, tras veinte años de investigaciones, a la conclusión de que la fabulosa Atlántida no puede ser considerada como un simple mito. Según él, documentos históricos y monumentos culturales de la Antigüedad nos demuestran que la Atlántida «era una inmensa isla de centenares de kilómetros de extensión, situada al oeste de Gibraltar (4)». Otro representante de la ciencia soviética, Catalina Hagemeister, escribía, en 1955, que, habiendo llegado hace diez o doce mil años las aguas del Gulf Stream al océano Ártico, la Atlántida debió de haber sido la barrera que desvió la corriente hacia el Sur. «La Atlántida explica la aparición del período glaciar. La Atlántida era también la razón de su fin», afirmaba.
Groenlandia está cubierta por una capa de hielo de unos 1.600 metros de espesor que no se funde jamás. Y, sin embargo, Noruega, que se halla situada en la misma latitud, posee en verano una rica vegetación. El Gulf Stream calienta a Escandinavia y al resto de Europa, y a esta corriente cálida se la designa, con justicia, la «calefacción central» de nuestro continente.
Realizando sondeos en el lecho del Atlántico ecuatorial, el buque sueco Albatross descubrió, a más de 3.219 metros de profundidad, rastros de plantas de agua dulce. El profesor Hans Petterson, jefe de la expedición, expuso la opinión de que una isla había sido engullida en aquel lugar (5).
Los foraminíferos son minúsculos animales marinos testáceos, o recubiertos por una concha. Existen dos géneros principales de ellos, los Globorotalia menardii y los Globorotalia truncatulinoides. El primero se caracteriza por una envoltura de concha que gira en espiral hacia la derecha; habita en aguas cálidas. La concha del segundo gira hacia la derecha, y puede existir también en las aguas frías del océano. Estos dos géneros de animales marítimos pueden servir, así, como indicadores de clima cálido o frío.
El tipo cálido no aparece en ningún lugar por encima de una línea que se extiende desde las Azores a las Canarias. El foraminífero de agua fría se halla en el cuadrilátero nororiental del Atlántico.
La zona media del Atlántico, desde el África occidental a la América central, está poblada abundantemente por el tipo cálido de los globorotalia menardii. No obstante, el tipo frío hace su reaparición en el Atlántico ecuatorial. Parece como si la especie de foraminíferos de agua templada hubiera penetrado a través de una barrera en dirección al Este. ¿No era la Atlántida esta barrera?
Los trabajos científicos emprendidos en los Estados Unidos por el Observatorio Geológico Lamont han permitido la realización de un importante descubrimiento basado en la distribucion de foraminíferos: hace una decena de millares de años se produjo en el Atlántico un súbito calentamiento de las aguas en la superficie oceánica. Lo que es más, la transformación del tipo «frío» de foraminíferos en tipo «caliente» no duró más de un centenar de años. No podría, pues, soslayarse la conclusión de que hacia el año 8000 a. de JC. se produjo en el océano Atlántico un cierto cambio catastrófico del clima.
En el curso de un sondeo submarino efectuado en 1949 por la Sociedad Geológica de América, se extrajo del lecho del Atlántico, al sur de las Azores, una tonelada de discos de piedra caliza. Su diámetro medio era de 15 centímetros, y su grosor de 3,75 centímetros. Estos discos poseían en su centro una extraña cavidad; eran relativamente lisos por fuera, pero sus cavidades presentaban un aspecto rugoso. Estos «bizcochos de mar», difíciles de identificar, no parecían ser de formación natural. Según el Observatorio Geológico Lamont (Universidad de Columbia), «el estado de litificación de la piedra caliza permite suponer que pudo litificarse en condiciones subaéreas en una isla situada en medio del mar hace doce mil años (6)».
Si queremos fijar la fecha de la desaparición de la Atlántida, no debemos olvidar que la edad de la garganta del Niágara, de la desembocadura del río en la cascada actual, se remonta a 12.500 años. Es también un hecho conocido que la elevación de la cordillera alpina hasta una altura de 5.700 metros se produjo hace unos diez mil años.
El empleo de carbono radiactivo para determinar las fechas de diversos materiales ha producido resultados muy significativos. En otro tiempo, existió en las Bermudas un extenso bosque de cedros que se encuentra en la actualidad bajo las aguas. Las pruebas realizadas con carbono 14 nos revelan que el bosque desapareció de la superficie hace unos once mil años. Se ha podido comprobar que un montón de barro del lago Knockacran, en Irlanda, perteneciente a la última capa de hielo, tenía una edad de 11.787 años. Un bosque de abetos próximo a Two Creeks, en Wisconsin, fue destruido por el avance de los glaciares hace unos once mil años. También hace unos 10.800 años que bloques movedizos de hielo arrancaron grupos de abedules existentes en el norte de Alemania.
La determinación por el carbono radiactivo de la edad de la civilización de Jericó nos da la fecha de 6800 a. de JC. Se han encontrado en este lugar reproducciones artísticas en yeso de cráneos de hombres de un tipo egipcio bastante refinado que vivían allí hace ocho mil años.
De todas estas fechas se desprende que hace once o doce mil años se produjo una penetración menor de capas glaciares. Tras este último avance de los glaciares provenientes del Polo, el clima volvió a calentarse. Hacia el año 8000 a. de JC, en la Era llamada mesolítica, la capa de hielo se retiró y se abrieron nuevas tierras para los hombres, los animales y las plantas.
A modo de recapitulación, puede decirse que los climas adquirieron sus rasgos característicos actuales entre el año 10000 y el 8000 a. de JC. Europa y América del Norte pudieron gozar de una atmósfera considerablemente más templada que en el pasado. La teoría de la Atlántida, según la cual el continente desaparecido habría impedido el acceso del cálido Gulf Stream hacia el Norte, trataría de explicar este cambio de clima.
Pero, al contrario de lo sucedido en Europa, grandes extensiones de Asia iban a sufrir cambios climáticos en un sentido opuesto.
En 1958, el arqueólogo ruso V. A. Ranov descubrió varias pinturas murales en las grutas del Pamir, a una altitud de 4.200 metros; representan una obra de arte prehistórico, situada en uno de los lugares más elevados del mundo. Estos dibujos de la gruta Chajta, realizados con una pintura mineral roja, representan un oso, un jabalí y un avestruz, tres animales ninguno de los cuales podría sobrevivir en la actualidad en la temperatura ártica del Pamir.
Una clave para resolver el enigma de la edad de estas pinturas ha sido encontrada en Markansu, donde sus habitantes prehistóricos dejaron herramientas y cenizas. Estas ultimas provienen de abedules y cedros que ya no crecen en esa región: el carbono 14 permite datarlas en 9.500 años. Este súbito descenso de la temperatura en el Pamir podría deberse a una rápida elevación de la corteza terrestre subsiguiente a una perturbación geológica.
En las cercanías del lago Sevan, en las montañas de la Armenia soviética, se ha encontrado un cráneo de reno. La presencia de este animal de las llanuras en las montañas del Cáucaso meridional constituye un absoluto misterio. ¿Se produjo en otro tiempo un cataclismo geológico de proporciones tales que transformó una llanura en un país montañoso? La mayor parte de los sabios rehusarían, probablemente, admitir esta hipótesis; la edad del cráneo ha sido, sin embargo, calculada en doce mil años, cifra que coincide con la fecha tradicional de la desaparición de la Atlántica bajo las aguas.
Cuando se procedió a una prueba con carbono 14 sobre la osamenta de un mamut encontrada en la zona septentrional de Siberia, el resultado obtenido fue de doce mil años. Millares de estos animales debieron de sufrir una muerte súbita en aquella época, lo que se infiere con toda evidencia del hecho de que varios de ellos fueron hallados en pie y con hierba en la boca y en el estómago.
Por otra parte, cabe hacer notar que el mamut no era un animal polar. Salvo por su largo pelaje, la estructura y el grosor de su piel se asemejan a los del elefante de las Indias tropicales. La piel de estos animales helados está llena de corpúsculos de sangre roja; ello prueba que murieron asfixiados por el agua o por los gases.
El marfil obtenido de los colmillos de los mamuts ha constituido durante siglos un objeto de comercio. Según Richard Lydekker, durante las últimas décadas del pasado siglo fueron vendidos irnos veinte mil pares de colmillos en perfecto estado. Ello nos da una idea aproximada del gran número de mamuts helados encontrados. Hay que hacer notar que, para tallar el marfil, sólo pueden emplearse los colmillos de animales recientemente muertos o congelados; los colmillos expuestos al aire se resecan y resultan inutilizables. En las regiones septentrionales de América y Asia han sido descubiertos decenas de millares de mamuts. Y, como únicamente se utilizaba para el comercio marfil de mamuts de la mejor calidad, es evidente que todos los animales tuvieron que hallar una muerte súbita.
Según las estimaciones del profesor Frank C. Hibben, sólo en América del Norte cuarenta millones de animales perecieron al final de la Era glacial. «Era una muerte catastrófica que no perdonó a nadie», escribe (7).
Las pruebas con el carbono 14 nos revelan que los restos humanos desaparecieron súbitamente del continente americano hace unos 10.400 años. ¿Fue el legendario Diluvio lo que borró a los seres humanos de la superficie de América del Norte?
Si se admite esta hipótesis, las cifras de la población mundial adquieren una significación particular. Hace dos mil años, no había más que diez millones de habitantes en las dos Amé-ricas. En la misma época, vivían en África 26 millones, en Europa 30, y 133 en Asia. Estas cifras indican que la cuenca atlántica —comprendiendo América, Europa y África— no tenía más que la mitad de la población de Asia. El alejamiento del lugar en que se produjo un desastre geológico podría explicar el elevado número de habitantes de Asia en los tiempos antiguos.

¿QUIÉNES SON LOS VASCOS?

Existe entre los vascos una leyenda que habla de un cataclismo en el curso del cual libraron combate el agua y el fuego. Los antepasados de los vascos encontraron refugio en las cavernas y sobrevivieron.
La lengua vasca tiene una afinidad, difícil de explicar, con los dialectos de los indios de América. Un misionero vasco predicó en su lengua natal a los indios de Peten, en Guatemala, y los indígenas le comprendieron perfectamente.
Se conserva entre los vascos una creencia en una serpiente mítica de siete cabezas, la «Erensuguía», que los relaciona con el culto a la serpiente profesado por los aztecas, al otro lado del Atlántico. La vieja costumbre vasca de contar por veintenas, y no por decenas, encuentra su paralelo en América Central, donde se utilizaba una aritmética del mismo género. Y los franceses, a su vez, han heredado de los vascos la palabra quatrevingts.
Del mismo modo, el juego de pelota vasca «Jai alai», jugado con un guante de mimbre atado a la muñeca (la cesta), nos hace pensar inmediatamente en el juego maya de «pok-a-tok».
Si se compara a los vascos con los demás pueblos europeos, se advierte al punto que son únicos en su género en lo que se refiere a la comunidad de grupos sanguíneos. Se encuentra con gran frecuencia entre ellos el grupo «O», mientras que el grupo «A» es relativamente raro, y el grupo «B» tiene la frecuencia más baja de toda Europa. En lo que atañe a los grupos sanguíneos «Rh», muestran la frecuencia en «Rh» negativo más elevada de todas las poblaciones europeas y, con la posible excepción de algunas tribus bereberes, la más elevada del mundo. Todos estos síntomas indican que los vascos son diferentes de los franceses o de los españoles.
Se considera que los vascos de los Pirineos están emparentados con los hombres de Cro-Magnon que ocupaban zonas de Francia y España al final de la Era glacial. No se asemejaban a los habitantes de estos países y no estaban emparentados con ninguna raza del Este. Hablando de los vascos en su Historia de España, Rafael Altamira llega a la conclusión siguiente: «Tal vez sean los únicos superviventes de las tribus prehistóricas que habitaban en las cuevas de los Pirineos, y que tantas pruebas dejaron en ellas de su habilidad técnica y de su sentido artístico (8).»
Sólo ellos entre los pueblos de la Europa occidental, han conservado la costumbre de las danzas animales y totémicas de las razas primitivas. Compartían con los antiguos egipcios y los incas la creencia en la inmortalidad de un cuerpo no sepultado. La costumbre de reducir artificialmente las cabezas se había mantenido entre los vascos lo mismo que entre los indios de América Central.
Los hombres de Cro-Magnon tenían estatura elevada —alrededor de 1,83 metros—, y su caja craneana era más grande que la de los hombres actuales, cosa que no se habría esperado descubrir en un habitante de las cavernas. Con su frente amplia y lisa y sus pómulos prominentes, se parecían a los guanches de las islas Canarias, que están considerados como descendientes de los atlantes. Los hombres de Cro-Magnon eran artistas de talento, aunque sus armas y utensilios estuviesen fabricados en piedra. Por falta de materiales apropiados, a los que se habían acostumbrado en su país de origen, los hombres de esta raza empleaban la piedra para fabricar objetos cuyos modelos provenían de su civilización ancestral.
Las pinturas sobre rocas, los dibujos y las esculturas de los Cro-Magnon de la época magdaleniense, que datan de 11.000 años, y más, ocupan un lugar destacado en la historia del arte. A menos que su civilización les hubiera sido legada por unos antepasados, resulta difícil comprender cómo estos hombres de las cavernas vascas pudieron dar pruebas de un talento artístico superior a su realismo dinámico y en su presentación dramática al del antiguo Egipto o al de Sumer.
Los azüienses, raza prehistórica de España, fueron enterrados invariablemente con el rostro vuelto hacia el Oeste. Tenían reputación de ser excelentes pescadores y navegantes. ¿No llegarían en barcos, procedentes de un país occidental?

EL DÍA DEL JUICIO FINAL

El poeta romano Ovidio nos da, al describir el Diluvio, la continuación de la crónica inconclusa de Platón:
«Había antaño tanta maldad sobre la Tierra, que la Justicia voló a los cielos y el rey de los dioses decidió exterminar la raza de los hombres... La cólera de Júpiter se extendió más allá de su reino de los cielos. Neptuno, su hermano de los mares azules, envió las olas en su ayuda. Neptuno golpeó a la tierra con su tridente, y la tierra tembló y se estremeció... Muy pronto, no era ya posible distinguir la tierra del mar. Bajo las aguas, las ninfas Nereidas contemplaban, asombradas, los bosques, las casas y las ciudades. Casi todos los hombres perecieron en el agua, y los que escaparon, faltos de alimentos, murieron de hambre.»
Por las leyendas del antiguo Egipto sabemos que el dios de las Aguas, Nu, incitó a su hijo Ra, dios del Sol, a destruir completamente a la Humanidad cuando las naciones se rebelaron contra los dioses. Debe concluirse de ello que esta destracción fue realizada mediante una inundación decretada por Nu, señor de los mares.
Un papiro de la XII dinastía, de tres mil años de antigüedad, que se conserva en el Ermitage de Leningrado menciona la «isla de la Serpiente» y contiene el siguiente pasaje: «Cuando abandonéis mi isla, no la volveréis a encontrar, pues este lugar desaparecerá bajo las aguas de los mares.»
Este antiguo documento egipcio describe la caída de un meteoro y la catástrofe que siguió: «Una estrella cayó de los cielos, y las llamas lo consumieron todo. Todos fueron abrasados, y sólo yo salvé la vida. Pero cuando vi la montaña de cuerpos hacinados estuve a punto de morir, a mi vez, de pena.»
Es casi imposible hacerse una idea exacta de los trastornos geológicos que destruyeron la Atlántida. Pero el folklore y las escrituras sagradas de numerosas razas nos proporcionan un cuadro dramático de la catástrofe.
El canto épico de Gilgamés, de hace cuatro mil años, contiene un relato detallado del Diluvio y deplora el fin de un pueblo antiguo con las palabras siguientes: «Hubiera sido mejor que el hambre devastara el mundo, y no el Diluvio.»
La Biblia contiene el relato del arca de Noé que se salvó del gran Diluvio. En el libro de Enoc, el patriarca que previno a Noé del inminente desastre antes de subir él mismo vivo al cielo, encontramos significativos pasajes referentes al «fuego que vendrá del Occidente» y a «las grandes aguas hacia Occidente».
Hace tan sólo dieciocho siglos, Luciano escribió una historia muy curiosa que ilustra la supervivencia en el mundo antiguo de la tradición del gran Diluvio.
Los sacerdotes de Baalbek (hoy en territorio libanes) tenían la singular costumbre de verter agua de mar, obtenida en el Mediterráneo, en la grieta de una roca cercana al templo, a fin de perpetuar el recuerdo de las aguas del Diluvio, que habían desaparecido por allí; la ceremonia debía conmemorar igualmente la salvación de Deucalión. Para conseguir esta agua, los sacerdotes tenían que realizar un trayecto de cuatro días hasta las orillas del Mediterráneo, y otros tantos de regreso hasta Baalbek.
Es de notar que esta cavidad se encuentra en la extremidad septentrional de la gran hendedura que se extiende en dirección meridional hasta el río Zambeze. Este rito sagrado podría testimoniar la persistencia del recuerdo de un gran cataclismo en la memoria popular.
Una narración difundida entre los bosquimanos menciona una vasta isla que existía al oeste de África y que fue sumergida bajo las aguas. Es una de las numerosas leyendas que hablan de la desaparición de la Atlántida.
Al otro lado del Atlántico existen igualmente testimonios extraordinarios de un cataclismo mundial. Ello debería parecer natural si se admite que la Atlántida estaba unida por lazos comerciales y culturales, no sólo a Europa y África, sino también a las Américas.
Un códice maya afirma que «el cielo se acercó a la tierra, y todo pereció en un día: incluso las montañas desaparecieron bajo el agua».
El códice maya, llamado «de Dresde», describe de forma gráfica la desaparición del mundo. En el documento se ve una serpiente instalada en el cielo, que derrama torrentes de agua por la boca. Unos signos mayas nos indican eclipses de la Luna y del Sol. La diosa de la Luna, señora de la muerte, presenta un aspecto terrorífico. Sostiene en sus manos una copa invertida de la que manan las olas destructoras (9).
El libro sagrado de los mayas de Guatemala, el Popol Vuh, aporta un testimonio del carácter terrible del desastre. Dice que se oía en las alturas celestes el ruido de las llamas. La tierra tembló, y los objetos se alzaron contra el hombre. Una lluvia de agua y de brea descendió sobre la tierra. Los árboles se balanceaban, las casas caían en pedazos, se derrumbaban las cavernas y el día se convirtió en noche cerrada.
El Chüam Balam del Yucatán afirma que, en una época lejana la tierra materna de los mayas fue engullida por el mar, mientras se producían temblores de tierra y terribles erupciones.
Antiguamente, vivía en Venezuela una tribu de indios blancos llamados parias, en un pueblo que llevaba el significativo nombre de «Atlán». Esa tribu mantenía la tradición de un desastre que había destruido a su país, una vasta isla del océano.
Un estudio de la mitología de los indios de América nos permite comprobar que más de 130 tribus conservan leyendas referentes a una catástrofe mundial.
¿Nos es lícito servirnos, hasta cierto punto, de la mitología y del folklore para rellenar las numerosas lagunas de la Historia? El profesor soviético I. A. Efremov responde a esta pregunta de forma netamente afirmativa: «Los historiadores —insiste— deben dar pruebas de más respeto en relación con las tradiciones antiguas y el folklore.» Acusa a los sabios occidentales de hacer gala de una especie de snobismo ante los relatos provenientes de las gentes llamadas «ordinarias».
Una leyenda esquimal cuenta: «Vino luego un diluvio inmenso. Muchas personas se ahogaron, y su número disminuyó.» Los esquimales, como los chinos, conservan una curiosa leyenda, según la cual la tierra fue violentamente sacudida antes del Diluvio.
Un bamboleo del eje terrestre podría explicar un cataclismo de amplitud mundial, pero la ciencia no conoce causas que pudieran producir una sacudida semejante. La colisión con un enorme meteoro habría podido provocar el cataclismo atlante, a menos que se tratara, como pretende Hoerbiger, del contacto con un planeta conocido en la actualidad con el nombre de «luna». Los «hoyos» de Carolina tendrían su origen en caídas de meteoros. Estos cráteres elípticos tienen, por término medio, un diámetro de unos ochocientos metros, con bordes elevados y una depresión de 7,5 a 15 metros de profundidad. Puede observarse, dicho sea de paso, que en Carolina del Norte y del Sur se han encontrado gran número de meteoritos.
Merece ser tomada en consideración la hipótesis de un deslizamiento de la corteza terrestre, formulada en los Estados Unidos por el doctor Charles Hapgood. Según su teoría, la fina corteza terrestre se deslizaría hacia delante y hacia atrás sobre una bola de fuego. El peso de las capas de hielo sobre los dos polos provocaría este deslizamiento. El doctor Hapgood explica así la presencia de corales fósiles en el Ártico y los movimientos hacia el Norte de los glaciares del Himalaya.
Si la envoltura de la Tierra fuese móvil, una colisión con un asteroide habría podido provocar el desplazamiento de esta corteza. No se trata de ciencia ficción, sino de una posibilidad astronómica. Baste recordar cómo nuestro planeta evitó en octubre de 1937, por cinco horas y media solamente, el choque con un planetoide.
El profesor soviético N. S. Vetchinkin pretende resolver el misterio de la Atlántida y del Diluvio de la manera siguiente:
«La caída de un meteorito gigantesco fue la causa de la destrucción de la Atlántida. Huellas de meteoritos gigantes son claramente visibles en la superficie de la Luna. Se divisan en ella cráteres de doscientos kilómetros de diámetro, mientras que en la Tierra no tienen más de tres kilómetros de longitud. Al caer en el mar, estos meteoritos gigantes provocaron una marea de olas que sumergió, no solamente el mundo vegetal y animal, sino también colinas y montañas (10).»
El recuerdo del cataclismo atlante sobrevive en los mitos de numerosos pueblos. Estudiándolos, puede deducirse que la amplitud y el carácter de la catástrofe variaron según los emplazamientos geográficos.
Los indios quichés de Guatemala recuerdan una lluvia negra que cayó del cielo en el momento mismo én qué un temblor de tierra destruía las casas y las cavernas. Esto implica un violento movimiento tectónico que se produjo en el Atlántico. El humo, las cenizas y el vapor ascendieron desde las hirvientes aguas hacia la estratosfera, y fueron seguidamente arrastrados hacia el Oeste por la rotación de la Tierra, produciendo, así, la lluvia negra que se derramó sobre la América Central.
Las leyendas de los quichés encuentran confirmación en las de los indios de la Amazonia. Cuentan éstos que, tras una terrible explosión, el mundo quedó sumido en tinieblas. Los indios del Perú añaden que el agua subió entonces hasta la altura de las montañas.
En la cuenca del Mediterráneo, los relatos referentes al Diluvio ocupan más lugar que los dedicados a fenómenos volcánicos. En la antigua mitología griega se habla de mareas cuyas olas ascienden hasta las copas de los árboles, dejando tras ellas peces trabados en las ramas. El Zend-Avesta afirma que en Persia el Diluvio alcanzó la altura de un hombre.
Alejándonos más hacia Oriente, vemos que, según los documentos antiguos, el mar retrocedió en China en dirección Sudeste.
Esta concepción del cataclismo mundial es perfectamente defendible. Una marea gigantesca del Atlántico debía por fuerza producir un reflujo en la otra parte del Globo, en el océano Pacífico.
En apoyo de esta tesis pueden citarse gran número de interesantes testimonios. Así, por ejemplo, existía en el antiguo México una fiesta consagrada a la celebración de un acontecimiento del pasado en el que las constelaciones tomaron un aspecto nuevo. Resultaba de ello, según la opinión de los indígenas, que los cielos no habían tenido en otro tiempo el mismo aspecto que hoy.
Martinus Martini, misionero jesuíta que trabajó en China en el siglo xvn, habla en su Historia de China de viejas crónicas que evocan un tiempo en que el cielo comenzó súbitamente a declinar hacia el Norte. El Sol, la Luna y los planetas cambiaron su curso después de una conmoción ocurrida en la Tierra. Constituye ello una seria indicación de una sacudida de la Tierra, única causa susceptible de explicar los fenómenos astronómicos descritos en los documentos chinos.
Dos reproducciones de la bóveda celeste, pintadas en el techo de la tumba de Senmut, el arquitecto de la reina Hats-hepsut, nos presentan un enigma. Los puntos cardinales se hallan correctamente colocados en uno de estos mapas, mientras que en el otro están invertidos, como si la Tierra hubiera sufrido un choque.
En efecto, el papiro Harris afirma que la Tierra se invirtió durante un cataclismo cósmico. En los papiros del Ermi-tage, de Leningrado, y en el de Ipuwer, se hace igualmente mención de esta inversión de la Tierra.
Los indios asentados a orillas del curso inferior del río Mackenzie, en el Canadá septentrional, afirman que una ola de calor insoportable se abatió durante el Diluvio sobre su región ártica; y, luego, súbitamente, un frío glacial habría sucedido a este calor. Un desplazamiento de la atmósfera, producido en el curso de una sacudida del globo terráqueo, muy bien hubiera podido provocar estos cambios extremadamente bruscos de la temperatura de que hablan los indios del Canadá.
De todos estos testimonios del pasado se infiere que la catástrofe de la Atlántida tuvo un carácter violento y terrorífico.

PIRÁMIDES Y CONQUISTADORES

Un poderoso imperio situado en medio del océano Atlántico debió, ciertamente, de poseer colonias en Europa, África y América. No carecemos de datos que confirman esta suposición.
El antiguo Egipto construyó pirámides de dimensiones colosales. Babilonia disponía de zigurats, torres alineadas en las que se combinaban estudios astronómicos y el culto religioso.
Los antiguos habitantes de la América central y meridional construyeron también enormes pirámides que utilizaban como templos, observatorios o tumbas. Es grande la distancia entre México y Babilonia y Egipto. Pero esta costumbre de construir pirámides, común a las dos orillas del Atlántico, puede explicarse fácilmente si se admite que tuvo su origen en Atlántida, desde donde se extendió con posterioridad hacia el Este y el Oeste.
Según una opinión en boga, las pirámides serían, simplemente, la expresión de una necesidad de erigir montañas artificiales. Ello podría ser cierto para las llanuras de Egipto y Mesopotamia, pero esta teoría no explica la presencia de pirámides similares en el accidentado terreno de México y Perú. Tiene que haber, con toda evidencia, otras razones distintas que indujeran a construir pirámides de forma idéntica a ambos lados del Atlántico; una tradición heredada de la Atlántida podría ser una de esas razones.
Según Flavio Josefo, historiador judío del siglo i, Nemrod habría construido la torre de Babel para tener un refugio en caso de que se produjera un segundo Diluvio. El cronista mexicano Ixtlilxochitl nos transmite el argumento paralelo que indujo, según 61, a los toltecas a construir las pirámides:
«Cuando los hombres se multiplicaron, construyeron un "zacuali" muy alto, que es hoy una torre de gran altura, a fin de poder hallar refugio en él en caso de que el segundo mundo fuera a su vez destruido.»
Sabios críticos aseguran con insistencia que las pirámides aparecieron en Asia, África y América de manera independiente, sin tener un origen común, como afirman los atlantólogos.
Es lícito preguntarse cómo podría ser idéntico el objeto de las pirámides en Babilonia y en México sin tener un origen común Josefo e Ixtlilxochitl lo definen del modo más claro posible: se trataba de contar con un abrigo en el caso de un segundo Diluvio.
Los habitantes de América Central han vivido siempre en la espera de un fin del mundo; éste es el origen de los sacrificios humanos que, según los aztecas, debían apaciguar a los dioses encolerizados y salvar a la Humanidad de otro desastre.
Los olmecas, predecesores de los mayas y los aztecas, podrían haber sido subditos del imperio atlante. Cuando los arqueólogos tropezaron con dificultades para determinar la edad de la pirámide de Ciucuilco, en los accesos de la ciudad de México, apelaron a los geólogos, ya que la mitad de la estructura estaba recubierta de lava sólida. Dos volcanes se hallaban en sus proximidades, y era preciso, naturalmente, plantearse la uestión: «¿Cuándo había tenido lugar la erupción?» La respuesta fue desconcertante: «Hace ocho mil años.» (11). Si esta conclusión es correcta, demostraría la existencia de una elevada civilización en América Central en una época extremadamente remota.
Al igual que las pirámides, se han encontrado esfinges en el Yucatán: están reproducidas en estilo maya.
Numerosos atlantólogos opinan que el emblema de la cruz nos viene de la Atlántida, pues ha sido venerado en todas sus presuntas colonias. La cruz era el símbolo predilecto de la antigua América. En las murallas de Egipto, numerosos dioses están representados con la cruz de tao, así como con la cruz de Malta. Los monarcas y los guerreros de Asiría y Babilonia llevaban cruces, a guisa de talismanes sagrados, suspendidas del cuello.
El culto al Sol fue transmitido por la Atlántida a los pueblos de la Antigüedad. Los atlantólogos citan, a título de ejemplo, la adoración simultánea del Sol en Egipto y el Perú, así como el reinado de dinastías solares en estos dos países.
El papiro de Turín habla de Ra, dios del Sol. Menciona también un gran desastre provocado por el Diluvio y por incendios. Algunos investigadores extraen de ello la conclusión de que el culto al Sol fue importado a Egipto desde esa Atlántida llamada a desaparecer.
Los egipcios creían en un país de los muertos que se encontraba al Oeste y se llamaba «Amenti». Si el reino de los muertos corresponde al reino sumergido de la Atlántida, la legendaria dinastía de semidioses que reinó en Egipto sería la dinastía de los soberanos de la Atlántida. Según una antigua tradición, los reyes atlantes habrían partido para Egipto quinientos años antes de la catástrofe final y, previendo el trágico destino de su continente, habrían fundado en él la dinastía de los Muertos.
Los sacerdotes aztecas conservaban devotamente el recuerdo de «Aztlán», país situado al Este, de donde habría llegado Quetzalcoatl, portador de la civilización. Los incas creían en Viracocha, que fue hacia ellos desde el país de la aurora. Los más antiguos documentos egipcios hablan de Thot, o Tehuti, que llegó desde un país occidental para implantar la civilización y la ciencia en el valle del Nilo.
Los antiguos griegos cantaban a los Campos Elíseos, situados al Oeste, en la isla de los Bienaventurados. Según ellos, Tartaria, país de los muertos, se encontraba bajo las montañas de una isla del océano occidental.
Los antiguos griegos y egipcios situaban esta isla misteriosa apuntando hacia Occidente. Los indios de América hacían gestos hacia el Este cuando querían indicar el emplazamiento del país de Quetzalcoatl o de Viracocha.
Este país, al oeste del Mediterráneo y al este de las Américas, no era otro que la Atlántida, continente sumergido bajo las aguas del Océano.
Aunque las religiones de numerosas naciones de la Antigüedad profesaran su creencia en la inmortalidad del alma, los peruanos y los egipcios eran los únicos en sostener que el alma permanecía suspendida junto al cuerpo difunto y mantenía contacto con él. Las dos razas consideraban necesario conservar los cuerpos embalsamándolos.
La tradición de unos reyes divinos residentes en el Este es en gran medida responsable de la derrota infligida a los aztecas y los incas por un puñado de conquistadores.
Cuando Colón llegó a las Antillas y desembarcó allí con sus hombres, «los indígenas les llevaron en brazos, besaron sus manos y sus pies e intentaron explicarles de todas las maneras posibles que, por lo que ellos sabían, los hombres blancos procedían de os dioses» (12).
Moctezuma, último rey de los aztecas, dijo a Cortés que «sus antepasados no habían nacido aquí, sino que provenían de un lejano país llamado Aztlán, con altas montañas y un jardín habitado por los dioses». Moctezuma añadió que él reinaba solamente como delegado de Quetzalcoatl, señor de un imperio oriental.
El libro de los mayas Popol Vuh menciona la antigua costumbre de los príncipes de viajar al Este a través de los mares para «recibir la investidura del reino».
La facilidad con que Cortés y Pizarro lograron la victoria proporciona una prueba suplementaria de la existencia efectiva de la Atlántida en un remoto pasado. La tradición de los aztecas y los incas, mantenida por sus sacerdotes, veneraba a poderosos señores del país del Sol naciente, que eran de estatura elevada, piel blanca y barbudos. Cuando aparecieron ante ellos, los aventureros españoles fueron al instante identificados como representantes del legendario imperio del océano Atlántico. Al principio, los hombres de Moctezuma y Atahualpa recibieron con los brazos abiertos a los hombres blancos, porque esperaban su llegada desde hacía mucho tiempo.
Esta firme creencia en un Estado soberano situado en el país del Sol naciente constituye una de las principales razones que contribuyeron a la caída de los poderosos imperios de México y Perú. La espera de visitas regulares que los emperadores atlantes harían a sus colonias americanas iba a ser fatal para las civilizaciones del Nuevo Mundo.
Cristóbal Molina, sacerdote español establecido en Cuzco, Perú, escribía, en el siglo xvr, que los incas habían recibido de Manco Capac un relato completo del gran Diluvio.
Según la tradición, antes del Diluvio existía un Estado planetario en el que solamente se hablaba una lengua. Este Estado era, sin duda, la legendaria Atlántida.
Aunque separados por distancias enormes, Israel y Babilonia, en Asia Menor, y México, en América Central, han conservado en sus escrituras sagradas esta misma creencia.
La Biblia nos habla de un tiempo en el que no había más que una sola raza y una sola lengua en el mundo. Únicamente tras la construcción de la torre de Babel hicieron su aparición numerosos dialectos, y las gentes dejaron de entenderse.
Beroso, historiador babilonio, evoca un periodo en que una antigua nación se enorgulleció de tal modo de su poder y su gloria que comenzó a despreciar a los dioses. Se construyó entonces en Babilonia una torre tan alta que su cúspide tocaba casi al cielo; pero los vientos vinieron en ayuda de los dioses y derribaron la torre, cuyas ruinas recibieron el nombre de «Babel». Hasta entonces, los hombres únicamente se habían servido de una sola y misma lengua.
Por extraño que pueda parecer, en México las crónicas toltecas contienen un relato casi idéntico referente a la construcción de una alta pirámide y a la aparición de numerosas lenguas.
Si consideramos la construcción de la torre de Babel como un hecho histórico y no como una fábula, ello demostraría la existencia, en una época lejana, de un imperio mundial en que se hablaba una sola lengua.
Como un Estado planetario semejante no habría podido existir sin vías de comunicación organizadas y sin nociones tecnológicas suficientemente avanzadas, nos es forzoso contemplar, como eventual posibilidad, la existencia de una ciencia en una edad prehistórica, antediluviana.
Es muy significativo que los agricultores de la América Central y meridional hayan cultivado mayor número de clases de cereales y plantas medicinales que ninguna otra raza de nuestro planeta. En la época preincaica e incaica, existían en los Andes y en la región del Amazonas superior no menos de 240 variedades de patatas y veinte tipos de maíz. Los pepinos y los tomates de nuestras ensaladas, las patatas, las calabazas y las judías de nuestros primeros platos, las fresas y los chocolates de nuestros postres, son originarios del Nuevo Mundo. Así, pues, la mitad de los productos de que hoy nos alimentamos eran desconocidos antes del descubrimiento de América. ¿Heredaron de la Atlántida sus conocimientos agrícolas el antiguo Perú y el antiguo México?

LOS CALENDARIOS DE LA ATLÁNTIDA

Existe, a través del Atlántico, otro lazo entre el antiguo Egipto y el antiguo Perú. Su calendario constaba de dieciocho meses de veinte días, con una fiesta de cinco días a fin de año. ¿Se trata de simple coincidencia o de una tradición que arranca de la misma fuente?
Un examen de estos antiguos calendarios nos permite fijar la fecha aproximada de la desaparición de la Atlántida. El primer año de la cronología de Zoroastro, el año en que «comenzó el tiempo», corresponde al 9600 a. de JC. Esta fecha es muy próxima a la que, con motivo de su conversación con Solón, dieron los sacerdotes egipcios para la desaparición de la Atlántida, es decir, 9560 a. de JC.
Los antiguos egipcios calculaban el tiempo en ciclos solares de 1.460 años. El fin de su última época astronómica sobrevino en el año 139 d. de JC. A partir de esta fecha se pueden reconstituir ocho ciclos solares hasta el año 11542 a. de JC. El calendario lunar de los asirios dividía el tiempo en períodos de 1.805 años; el último de estos períodos finalizó en 712 antes de JC. A partir de esta fecha, se pueden establecer seis ciclos lunares para remontarse hasta 11542 a. de JC. El calendario solar de Egipto y el sistema asirio de calendario lunar coinciden, pues, al llegar al mismo año —11542 a. de JC.— como fecha probable de iniciación de los dos calendarios.
Los brahmanes calculan el tiempo en ciclos de 2.850 años a partir del 3102 a. de JC Tres de estos ciclos, o sea 8.550 años, sumados a 3102 a. de JC, nos dan la fecha de 11652 a. de Jesucristo.
El calendario maya nos muestra que los antiguos pueblos de la América central tenían ciclos de 2.760 años. El comienzo de una etapa se instituye en el año 3373 a. de JC. Tres períodos de 2.760 años, o sea, 8.280 años, a partir de 3373 a. de JC, nos llevarían a 11653 a. de JC, es decir, a un año de distancia de la fecha establecida por los Sabios de la India,
El Codex Vaticanus A-3738 contiene una cronología azteca muy significativa, según la cual el primer ciclo concluyó con un diluvio, tras 4.008 años de duración. El segundo ciclo de 4.010 años finalizó con un huracán. La tercera Era de 4.801 años terminó con incendios. Durante el cuarto período, que duró 5.042 años, la Humanidad padeció hambre. La Era actual es la quinta: comenzó en 751 a. de JC
La duración total de los cuatro períodos mencionados en el Codex es de 17.861 años; su comienzo se halla en la fecha, increíblemente remota, de 18.612 años a. de JC
El obispo Diego de Landa escribía, en 1566, que en su tiempo los mayas establecían su calendario a partir de una fecha que venía a corresponderse con el 3113 a. de JC, en la cronología europea. Afirmaban que antes de esta fecha habían transcurrido 5.125 años en ciclos anteriores. Esto fijaría el origen de los primitivos mayas en el año 8238 a- de JC, fecha muy próxima a la del cataclismo atlante.
Sobre la base de todas estas fechas, que nos proporcionan una indicación para la de la Atlántida, cabe formular la hipótesis de que, hace millares de años, la Humanidad disponía ya de considerables conocimientos de astronomía, dignos de una elevada civilización.
El día más largo del calendario maya contenía 13 horas, y el más corto, II. En el antiguo Egipto, el día más largo tenía 12 horas y 55 minutos, y el más corto, 11 horas y 55 minutos, cifras casi idénticas a las de los mayas. Pero lo más asombroso de estos cálculos es que 12 horas y 55 minutos no es la duración real del día más largo en Egipto, sino en el Sudán. Tratando de explicar esta diferencia, el doctor L. Zajdler, de Varsovia, formula la suposición de que este cálculo del tiempo provenía de la Atlántida tropical (13).
El arqueólogo Arthur Posnansky, de La Paz, Bolivia, hablando del templo inacabado del Sol en Tiahuánaco, afirma que la construcción fue súbitamente abandonada hacia 9550 antes de JC. La fecha nos es ya familiar. ¿No le habían dicho a Solón los sacerdotes de Sais que la Atlántida pereció en 9560 a. de JC?
Según el sabio soviético E. F. Hagemeister, la ciencia puede afirmar lo siguiente respecto a la desaparición de la Atlántida: «El fin de la Era glacial en Europa, la aparición del Gulf Stream y la desaparición de la Atlántida se produjeron simultáneamente hacia el año 10000 a. de JC»
Pero no todos los sabios enjuician de la misma manera el problema de la Atlántida. Algunos, a despecho de las evidencias, rechazan toda la teoría; otros, tratan de situar la Atlántida en el Mediterráneo, e incluso en España o en Alemania. No hace falta subrayar que no es ésta la Atlántida de Platón y de los sabios egipcios, que la situaban «ante las Columnas de Hércules, en el mar Atlántico».
En la sección egipcia del museo del Louvre, he visto un dibujo esculpido, sin letrero explicativo, en un lugar poco visible, junto a una escalera. Sin embargo, no me fue difícil reconocer en él el Zodíaco de Dendera.
Esta antigua reliquia egipcia constituía en otro tiempo parte del techo de un pórtico del templo de Dendera, en el Alto Egipto. Fue llevada a Francia por Lelorrain en 1821.
Durante generaciones enteras, el calendario de Dendera ha constituido para los sabios un enigma indescifrable. Los signos del Zodíaco están colocados en espiral, y los símbolos son fáciles de reconocer; pero Leo se encuentra en el punto del equinoccio vernal. Teniendo en cuenta la precesión de los equinoccios, ello indicaría una fecha entre 10950 y 8800 a. de JC, es decir, el período mismo en el curso del cual se produjo la catástrofe de la Atlántida.
El Zodíaco de Dendera es, sin duda, de origen egipcio, pero podría haber sido esculpido en conmemoración de un remoto acontecimiento, el fin de la Atlántida y el nacimiento de un nuevo ciclo.


fragmento de LOS SECRETOS DE LA ATLANTIDA - Andrew Thomas

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